Medio millón de firmas sentencian mi muerte

El viento sopla suave. El olor a hierba fresca inunda el ambiente. El sol alcanza su plenitud en el cielo. Debajo del árbol contemplo las nubes que adoptan formas de lo más curiosas. A lo lejos se escucha el mayoral que da órdenes a los mozos para abrir las verjas del recinto. Un pastor acude a mi encuentro con cautela, con un instrumento alargado que golpea contra el suelo. Me estremezco. Me golpea una sola vez en la parte inferior de la espalda y comienzo a andar. Me dirige hasta el extremo del vallado y me hace subir hacia una especie de cueva sombría, oscura, de la cual no se ve el final. Me doy la vuelta y ya no veo el verde prado, ni el cielo azul. Sólo veo oscuridad. De pronto un ruido seco y después una vibración constante, me muevo de un lado para otro, siento que me desplazo, y por fin me estabilizo. Después de lo que parece una eternidad, el ruido y la vibración cesan. El ligero movimiento de mi cuerpo se detiene justo cuando una luz me ciega por completo, el pastor nuevamente me hace bajar, me grita y no sé por qué. Me dirigen por un túnel muy estrecho y el olor a comida me abre el apetito, tengo hambre. Como a gusto, soy feliz, pero echo de menos el olor a hierba fresca, el aire soplando acariciando mi cuerpo. Mi felicidad me la interrumpe de nuevo otro pastor, con cara más amable, golpea el suelo más suave, me reconforta. Me dirige de nuevo por otro túnel esta vez más amplio. Me detengo frente a una gran puerta roja. De pronto se abre y el sol y el color amarillo inundan mi visión. Tambores, gritos de júbilo, aplausos, me asustan. Corro en todas direcciones sin encontrar salida, unas especies de vallas rojas impiden mi huida. Me giro y me encuentro de frente a un hombre ataviado de manera extraña y brillante con una capa roja que mueve en mi dirección, me provoca, acercándose a mí lentamente, golpeando el suelo con su pie izquierdo, se acerca cada vez más a mí, inclinándose. El ruido se convierte en un silencio, no se escucha nada. Solo mis pies rozando la arena y levantándola, cada vez más enojado, hasta que me lanzo contra aquel hombre, él gira sobre sí mismo y hace que pase por la capa levantándola al mismo tiempo. Justo en ese momento un murmullo ininteligible para mí se escucha, algún que otro aplauso y un ¡Ole! El hombre me vuelve a provocar y me lanzo contra él, pero gira de nuevo y no lo alcanzo. No entiendo nada. Cada vez estoy más cansado, la fatiga me inunda, la saliva se me escapa por la boca, tengo mucha sed. El hombre se me acerca de nuevo, esta vez sin capa, con dos varas cortas de colores, las alza sobre mi cabeza y me incita a ir hacia él golpeando el suelo. Paso por su lado y siento que me desagarro, el dolor en la espalda es agudo, me quedo inmóvil, me siento desfallecer, pero el dolor poco a poco va pasando. Agacho la cabeza y revuelvo la arena amarilla, justo en ese momento una gota, como las de la lluvia caen sobre la arena, pero de color fuerte, muy oscuro, rojo como las vallas, muy intenso. Miro al hombre y de nuevo me incita a ir contra él, comienzo mi carrera, esta vez me noto más débil, más pesado, más lento. Al pasar por su lado de nuevo ese dolor agudo, aún mucho más intenso. Me doblo sobre mí mismo, encogido de dolor y angustia. Recupero mis fuerzas y me enderezo. Rabia. Resoplo y esta vez no espero a que me incite a ir hacia él, corro, veloz pero a la vez pesado, dolorido. Paso muy cerca de él, casi le rozo con mi cabeza. Me vuelvo hacia él y le miro, porta en la mano una vara más fina, plateada. Furia hacia aquel hombre que me daña. Me dirijo en línea recta, listo para defenderme y justo al pasar por su lado se retira y la estocada final. Dolor. Siento que la vida me abandona, me desplomo sobre mi cuerpo, cabeceo, abro la boca, trato de aspirar todo el aire que puedo pero las fuerzas me abandonan. Finalmente, apoyo la cabeza sobre la arena. Las gotas rojas pasan a convertirse en un charco rojo intenso, poco a poco voy perdiendo la visión, todo se va oscureciendo, a lo lejos los pasos del hombre se van acercando lentamente, ruido de fondo, aplausos. Y negro. Silencio.

 

Me elevo, sobre mí mismo, me veo tumbado en el suelo con la boca abierta, rodeado de mi propia sangre. La arena está llena de varios hombres, se acercan a mí, me mutilan, llevan en la mano mis orejas recién cortadas. Levantan sobre sus hombros a mi asesino, le dan las orejas y entre vítores y aplausos salen por la gran puerta.

 

Celebran mi muerte como si se tratara de un nacimiento. Mi cuerpo lo llevan a rastras. El rastro de sangre de mi cuerpo se esparce por la arena.

 

A esto lo llaman festejo, celebración, patrimonio. Mi muerte, mi agonía, mi dolor. Bien de Interés Cultural, apoyado por más de medio millón de firmas. Una iniciativa legislativa popular que reabre el debate sobre el toreo en el Congreso de los Diputados. Barbarie frente a festejo. 

Ángela Ochoa Cordero

Publicado en A UN METRO DE SEVILLA en Febrero 2013

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